dilluns, 3 d’abril del 2017

the good wife


En un viejo artículo publicado en la sección de libros de The New York Times, John Grisham, uno de los novelistas más traducidos del mundo, afirmaba que «aunque los estadounidenses desconfían en bloque de la profesión [de la abogacía], todos tenemos un apetito insaciable por las historias de crímenes, criminales, juicios y toda clase de jugosas materias judiciales». Tiene razón: basta con recordar el éxito de audiencia de las series televisivas (de Perry Mason, la saga pionera de los años cincuenta, basada en las novelas de Erle Stanley Gardner, en adelante) o de las películas centradas en el funcionamiento del sistema legal y sus embrollos, los entuertos judiciales que deshacen poderosos y eficaces bufetes de abogados enfrentados a astutos fiscales o a jueces y funcionarios corruptos, o los problemas de conciencia de jurados que tienen la tremenda responsabilidad de decidir sobre la vida o la muerte de los acusados, para comprobar la atracción que esas historias ejercen sobre el público. Por no hablar del éxito editorial de las novelas en las que, a menudo, se basan: los llamados thrillers legales de autores como el propio Grisham, Scott Turow, Phillip Margolin o Michael Connelly venden millones en todo el mundo, y raro es el mes que alguno no aparezca encaramado en las listas más fiables de superventas.
Una de las manifestaciones más conspicuas y antiguas de ese prolífico subgénero son los relatos basados en errores judiciales inducidos por el exceso de confianza en pruebas circunstanciales que terminan provocando la condena de un inocente. Desde que, a partir del siglo XII, la introducción del derecho romano acabó con las ordalías —el primitivo procedimiento judicial que interpretaba el dictamen de la divinidad sobre la culpabilidad o la inocencia del acusado a partir de mecanismos mágicos y ritualizados—, los errores legales más escandalosos se convirtieron en fuente inagotable de relatos que se transmitían al calor de la lumbre de generación en generación, antes de fijarse como materia literaria.
Muchos de los más célebres procesos fueron tempranamente recogidos por abogados o funcionarios contemporáneos y, más tarde, incluidos en recopilaciones de carácter histórico, siempre enriquecidas con nuevos «casos» y ejemplos de las ofuscaciones y tremendas consecuencias a que pueden dar lugar la sobrevaloración y manipulación de pruebas e indicios que parecen incontestables.
Fue precisamente una de esas recopilaciones la que cierto día de finales de los años treinta del siglo XX el poeta y crítico literario Yvor Winters le recomendó a su esposa, Janet Lewis, la autora de la novela que el lector tiene en sus manos, para ayudarle a encontrar temas de interés para la composición de un relato de carácter histórico. Y, sin duda, aquel libro póstumo del jurista británico Samuel March Phillipps (1780-1862) inspiró a lo largo de 18 años una brillante trilogía de novelas históricas que, aunque unidas por su común fundamento en casos judiciales reales, trascienden esa condición para convertirse en otras tantas historias en torno al hundimiento, ruina o fracaso de una persona honrada, y a los dilemas que le plantean a una mujer las contradictorias solicitudes del amor y del deber: La mujer de Martin Guerre (1941), The Trial of Sören Qvist ( 1947) y El fantasma de monsieur Scarron (1959).
De las tres novelas, la primera, cuyo esqueleto argumental encontró Lewis en el capítulo XXXIX de la recopilación de Philipps, es, con diferencia, la que se basa en el episodio más conocido. La historia de Martin Guerre, el joven granjero que abandonó a su esposa para regresar a su hogar muchos años más tarde, cuando ya había sido dado por muerto, y que suscitó con su vuelta un célebre caso de usurpación de identidad, ha encendido la curiosidad y la imaginación de juristas y literatos desde el siglo XVI hasta nuestros días. [...]
Pero la gran idea literaria de Janet Lewis fue la de, sin dejar de permanecer fiel al relato del «regreso» de Martin Guerre, situar el foco de su historia no en el causante del embrollo, sino en quien más sufrió las consecuencias de su abandono y de su intempestivo regreso: Bertrande de Rols, su esposa, algo que queda patente desde el mismo título de la novela. Y eso lo logra nuestra autora sin dejar de anclar firmemente su relato en los hechos históricos, un rasgo característico de su narrativa desde que, en 1932, se atrevió a publicar su primera obra de este género [The invasion: A Narrative of Events Corcerning the Johnston Family of St. Mary]. En este sentido, la propia Lewis declaró que en La mujer de Martin Guerre su propósito había sido «permanecer tan cerca de la historia como fuera posible, dejando a sus personajes hablar por sí mismos». Por eso desarrolla su relato en el mismo tiempo y lugar en los que lo sitúan las crónicas judiciales contemporáneas, es decir entre «una mañana» de enero de 1539, fecha de la boda concertada entre los jóvenes vástagos de las familias Guerre y De Rols, y el 12 de enero de 1560, día en que se publicó la sentencia con que finalizó el complicado proceso que puso punto final a la historia para convertirla en leyenda...

Manuel Rodríguez Rivero. Pròleg a: Janet Lewis. La mujer de Martin Guerre. Traducció de Antonio Iriarte. Reino de Redonda,  2016.

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